La transparencia no es solo un componente técnico del Estado moderno. Es el punto de partida de toda gestión pública y el músculo vital de cualquier democracia. No se limita a prevenir actos de corrupción; es lo que permite que la ciudadanía acceda a información suficiente, comprensible y útil para tomar decisiones, evaluar políticas y ejercer su derecho al voto con criterio.
Pero la transparencia requiere algo más que publicar datos. Necesita una comunicación estratégica y empática. Necesita reconocer que, en ciertos sectores —como el extractivo— los datos no son neutros: activan emociones, despiertan identidades, generan tensiones.
¿En qué país queremos vivir? Esa es la pregunta que subyace —silenciosa pero urgente— cada vez que hablamos de minería o petróleo en Ecuador.
Los sectores extractivos no solo extraen recursos del subsuelo. También han extraído algo más profundo: emociones, memorias, identidades. Se han transformado en símbolos polarizantes. En lugar de conversaciones, se han instalado trincheras. Posiciones donde ya no se debate, se impone; donde ya no se escucha, se etiqueta.
Y esta dinámica ha desdibujado lo más importante: no se trata solo de estar “a favor” o “en contra”, sino de reconocer desde dónde miramos y con quién nos identificamos en el debate. La polarización nos ha hecho perder de vista que podemos estar en desacuerdo sin ser enemigos.
Este fenómeno no es exclusivo de Ecuador. En muchas democracias, la energía, el petróleo y la minería ya no se discuten como temas técnicos o económicos. Se han convertido en banderas ideológicas que alimentan una narrativa de conflicto. Y las redes sociales, contaminadas por desinformación y discursos de odio, refuerzan esa lógica de guerra simbólica.
Y mientras tanto, perdemos de vista la conversación que sí importa: ¿qué queremos construir juntos?, ¿cómo debe ser nuestro modelo de desarrollo?, ¿cómo garantizamos justicia, sostenibilidad y participación real en decisiones tan estratégicas?
No necesitamos cambiar nuestras posturas, pero sí el ángulo desde el cual estamos observando el debate. Mirar desde otro lado nos permite bajar el volumen del ruido, desmontar trincheras y abrir espacio para imaginar futuros en común.
Necesitamos nuevas mesas de diálogo. Espacios donde nadie crea que gana si el otro pierde. Donde las diferencias no se anulen, sino que se reconozcan como fuente de acuerdos posibles. Donde el futuro no lo definan solo las minorías ruidosas que polarizan desde redes, sino las mayorías que quieren construir desde la conversación.
Y para eso, los datos importan. Pero no cualquier dato: necesitamos datos contextualizados, presentados de forma clara, accesible, atractiva. Porque la transparencia no es tener la información “disponible” en una página. Es asegurarnos de que todas las personas puedan entenderla, debatirla y utilizarla.
Si seguimos comunicando como siempre —informes densos, lenguajes excluyentes, formatos inaccesibles— la información seguirá siendo invisible para la mayoría. La transparencia seguirá sirviendo solo a unos pocos.
Pero todo puede ser distinto.
Solo tenemos que atrevernos a cambiar el enfoque. El reto es claro: no se trata solo de publicar números, estadísticas y conceptos, sino de darles vida para que seamos nosotros, los ecuatorianos, los que realmente participemos de la discusión sobre nuestros recursos, para que seamos nosotros los que elijamos nuestro futuro, hoy.